Por: Carlos Camargo Assis – Defensor Nacional de Pueblo
La violencia de género es un asunto de salud pública “de proporciones epidémicas”, dijo desde hace diez años la Organización Mundial de la Salud en su informe ‘Estimaciones mundiales y regionales de la violencia contra la mujer’. Es una enfermedad que se propaga rápida y activamente, por lo cual el número de casos aumenta de manera exponencial.
El devenir de la violencia contra las mujeres es la historia de la indiferencia, la desobligación, la desidia, la inoperatividad y, por qué no decirlo, la ignorancia en todos los niveles sobre sus derechos y las luchas que han conducido a que hoy puedan ejercerlos. Históricamente, las mujeres han enfrentado brechas como la normalización de conductas violentas y la discriminación por motivos de género tanto en la esfera privada como en la pública, que se exacerban en contextos como el conflicto armado o los flujos migratorios mixtos, así como en la ruralidad y según la pertenencia étnica, entre otros factores.
Los feminicidios son, en la escala de las violencias, la máxima expresión de la discriminación y reflejan las barreras físicas, administrativas, judiciales, presupuestales y humanas que seguramente les han impedido acceder a un acompañamiento psicosocial adecuado, a una protección que comprenda su situación particular y, sobre todo, a la justicia cuando la han buscado.
Hechos como los ocurridos el pasado domingo en la conmemoración del Día de la Madre, en el que en un centro carcelario una mujer fue asesinada cuando realizaba una visita
conyugal a su pareja o el del homicidio de otra mujer asesinada por parte de su expareja en un centro comercial en Bogotá, son la inaceptable evidencia de los obstáculos que persisten para quienes buscan ayuda y son revictimizadas, y terminan convertidas en una macabra estadística. Como padre, no puedo dejar de pensar en los huérfanos que deja siempre el feminicidio.
Las Comisarías de Familia y los fiscales locales de todo el país enfrentan dificultades para la activación de la respuesta estatal en zonas donde existe control territorial de actores armados ilegales, donde, además, el temor a denunciar es generalizado.
En otras regiones, a pesar de la denuncia, la respuesta es deficiente y en muchos casos nula, por lo que no hay protección efectiva. Es la situación también de la Policía, los servicios médicos y las demás entidades encargadas de la prevención y la protección.
De los 32 departamentos del país, solo en Antioquia, Atlántico, Bolívar, Caldas y Cauca existen casas de refugio departamentales que operan con recursos gubernamentales. Bogotá, Antioquia y Valle, casos excepcionales que resalto, cuentan con cuatro, tres y dos casas, respectivamente.
Este panorama de incumplimiento sostenido sobre lo dispuesto en la Ley 1257 de 2008 y demás normas relativas al derecho del que gozan las mujeres a tener una vida libre de violencias bien podría derivar, a juicio de la Defensoría del Pueblo, en la declaración de un estado de cosas inconstitucional.
La grave emergencia humanitaria que se devela en los casos conocidos en días recientes exige una respuesta integral y urgente, que parta de su reconocimiento como un asunto de salud pública y que demande acciones concretas de prevención y protección, así como cultura, sensibilización y pedagogía sobre la equidad de género.
De manera acertada, el ex secretario general de Naciones Unidas Ban Ki-moon dijo que “la violencia sexual y basada en el género es la forma más extrema de la desigualdad global y sistémica que sufren las mujeres y las niñas” y la misma no conoce fronteras geográficas, culturales ni socioeconómicas. Es nuestro deber adoptar todas las medidas que sean necesarias para inmunizar a la sociedad de tan grave patología