Opinión

Ahora lo quiero contar! Segunda parte.

  • El corazón del migrante, siempre es más humilde y su espíritu dispuesto a la lucha para alcanzar su sueño.

Por: Julio Manzur Abdala

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Jamás, desde que mi papá Wadith Manzur Zaleth plantó su huella firme en la hoy tierra cordobesa, permitió que en su pensamiento anidaran las palabras desistir o claudicar, sin embargo, algunas noches mientras miraba otra luna brillar y con el cielo como cobertor, teniendo que dormir en el suelo con la cabeza reposando en una silla de montar, su compañía, el silencio de una naturaleza lejana a su mar Mediterráneo. En esos momentos que sentía flaquear su fe, sonreía y, con expresión de batallador le decía a la vida: ¡ni pienses que voy a rendirme!.
Lo narro aquí, para señalar que los primeros años de su estadía en la costa del Caribe colombiana no fueron tiempos dorados para él. Su firme propósito era lograr un mejor destino y convertirse en un triunfador venciendo la pobreza que lo abrazaba sin contemplación.
Su existencia no prometía ser fácil, no sabía decir ni siquiera buenos días, o cómo estás…las palabras iniciales que le enseñaron los paisanos jóvenes, fueron groserías que en aquellos tiempos eran peor calificadas que en la actualidad y pronunciadas en un castellano muy enredado, sus amigos gozaban con esos atrevimientos verbales que sonrojaban a las mujeres de la época; expresiones que no califican en este escrito, esa era una forma humorística de burlarse del joven “turquito”.

Cuando mejoró su forma de comunicarse, al igual que la mayoría de los inmigrantes árabes, se dedicó al comercio informal y nómada. Con la mercancía que le entregaban a crédito se dispuso, en una canoa o en chalupa, a conquistar mercados navegando por los caños y ciénagas que unían a Lorica con los pueblos vecinos: Purísima, San Andrés de Sotavento, Chimá y Arache, se convirtieron en el territorio a explorar, llevaba telas y traía gallinas, cerdos, hicoteas, ñame, yuca y plátano los cuáles vendía en el mercado de Lorica.
Fue en Arache, donde se da origen al primer anécdota: desayunando con amigos y compadres le preguntaron: ¿Usted come ahuyama? — Él respondió, Wadith Manzur a sus órdenes. Repitieron la pregunta y su respuesta fue la misma, la tercera vez cuando le preguntaron ¿usted come ahuyama? ya molesto, golpeó la mesa y dijo en tono fuerte, Wadith Manzur, no entiede “jobuta”…la risa colectiva llenó el lugar; entonces le explicaron que era la ahuyama, en medio de carcajadas, esa historia corrió de boca en boca por toda la comarca.

Don José Calume, un paisano suyo, le había prestado por eso días un dinero para realizar un negocio que imaginaba fabuloso, pero algo falló y le fue como a perro en corraleja… El patrimonio que le quedaba era su silla de montar la cual entregó a su deudor, en ese momento se quedó sin almohada, su cabeza debía reposar sobre el suelo a cielo abierto en los campos verdes del Sinú.

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Con ingenio, capacidad de trabajo y tenacidad, unidos a su extraordinaria fortaleza física, luchaba contra el agreste clima del Caribe que de noche era sofocante y de día quemaba, así fue amasando un pequeño capital que le permitió criar cerdos, los cuales una vez gordos, transportaba en camión a Venezuela, en un agotador viaje que duraba muchos días a través de inhóspitas e intransitables carreteras que exigían cadenas en las llantas de los camiones, para mejorar su tracción. A su regreso, traía diferentes mercancías que vendía en esos mercados del bajo Sinú, conquistados con tesón. Ah, y nos traía unas cajetillas redondas de madera, que contenían una especie de dulce de leche, los cuales eran mi alegría, toda una delicia. Esa labor la combinaba con la extenuante misión de llevar por trochas, ganado a pie desde Montería hasta Medellín, desafiando la inclemencia del tiempo y soportando la dureza de aquella ruta ganadera a final de los años veinte del siglo pasado. Sin duda, tuvo que pasar malos ratos para conseguir una vida mejor.

En el marco de sus diversas actividades, lo que más recordaba con cariño, esbozando una maliciosa sonrisa en su rostro curtido por el viento y el sol, era la historia de como se constituía en una verdadera odisea el conducir viajes con pavos de a pie, así como lo leen, ¡viajes de pavos de a pie! desde el caserío del Corozo (San Pelayo), lugar donde conoció a mi madre Rosa Abdala Kerbey, hasta el mercado de Cereté! Al principio puse en duda esa extraña historia, por la enorme dificultad que imponía aquella aventura, ¿llevar pavos de a pie? Pero el tiempo me permitió comprobar que aún cuando parecía imposible, esa fue una graciosa y dura realidad.

Un vicio que muchos años después lo llevaría a la tumba siempre lo acompañó, él se fumaba tres paquetes de cigarrillo Lucky Strike cada día y cada cigarrillo trataba de acompañarlo con una taza de café. Fue mi padre un cosechador de compadres y ahijados que le iban abriendo las puertas de sus hogares y le ayudaron a ganarse el cariño de cuantos lo conocían, esa condición hacía su dura labor placentera, sobre todo después de que, con corazón y orgullo se convirtiera en un extraordinario jinete, que corría en su caballo tordillo abrazado a otro jinete, una experiencia hípica en la que jinetes y caballos se convierten en una sola figura de aspecto casi mitológico. Gozaba así las fiestas populares de la región compartiendo tragos de ron blanco y bailando fandango con la música alegre de las bandas de viento. ¡Poco a poco, se convirtió “El Turco Wadih, en un árabe roba corazones!

Fiel a la tradición del medio oriente, inició su actividad de comerciante estableciendo un almacén de telas, allí se origina otro de los múltiples tiros de humor que han sido celebrados por muchos a través de la tradición oral: “un cliente le compró una gran cantidad de tela y le pagó con un cheque que le salió sin fondos, cheque chimbo, lo llaman en nuestra región, el hombre desapareció y aquella plata se perdió. Un día Rosa, mi madre, llegó al almacén y encontró ese cheque enmarcado en madera y con vidrio para su protección. Ella le preguntó:– Wadih ¿y esa locura que es? necesitó preguntar tres veces antes de que mi papá le contestará: — Calle la “buca, Rusa”, calle la “buca, ese es mi “dibloma de bandejo”. La risa de mi madre, decían mis amigos, se escuchó por mucho tiempo en el almacén. Mis padres sostuvieron firme su promesa en el altar hasta cuando la muerte los separó.

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El cultivo de algodón se convirtió en su pasión, entre sus blancos copos, fue amasando su fortuna y adquiriendo fincas, unas ganaderas y otras dedicadas al cultivo del algodón, con los años llegaron los hijos que se constituyeron en el norte de su vida y de sus sueños; con cada retoño aumentaba su capital dando crédito a la teoría popular de que cada hijo viene con el pan bajo el brazo. Su nueva meta y mayor reto consistió en educar a los tres hombres y las dos mujeres, lo cuál logró con pleno éxito, para su satisfacción y orgullo.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE.

En la tercera parte: otros anécdotas e historias llenas de humor.

Agosto del 2021.

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