Opinión

Ahora lo quiero contar!

Su corazón ya era un corazón colombiano.

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Por: Julio Manzur Abdala

Desde siempre supe que en sus narrativas diarias existía una bella historia para escribir, la cuál no podía dejar marchitar ni contaminar por el paso de los años. Para cuando la magia de la luz, iluminó mi pensamiento y decidí escribirla, ya mi padre estaba perdiendo su capacidad de recordar las maravillosas aventuras que rodearon su vida. Lo que más dolía, era ver como se extinguía “aquella pasión con que él nos la contaba”.

Comprendí entonces, que en mis recuerdos tampoco estaban intactas las vivencias de mi viejo, ese varón intrépido y valeroso luchador, que todas las guerreo y todas las ganó, ninguna lucha fue fácil ni estéril, pero siempre teniendo presente el juego limpio de la dignidad y la honradez…

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Aquel día de noviembre de 1984, cuando ya las lluvias se alejan y empiezan a gemir los vientos que en esa época de verano refrescan las tardes calurosas de Cereté, amado terruño que acogió a mis padres, sentados en la terraza de nuestra casa, añorada costumbre que lamentablemente se ha ido perdiendo, comprendí con tristeza que había dejado escapar para siempre la historia de su vida, pero más allá de eso, los relatos ciertos de una odisea humana, tan digna de contar como reveladora. La magistral narración de la existencia de mi padre: Wadih Manzur Zaleth.

Ese día también nació en mi conciencia, un murmullo de preocupación y pesar, que con el paso de los años se convirtió en un ruido permanente de remordimientos por no haber plasmado de alguna forma, los recuerdos bien contados de su travesía, de su osadía, de la pobreza con que desembarcó y su lucha continua por vencerla, de genuina historia, contada con vigor y alegría por mi papá.

Tiempo después le expresé al periodista Juan Gossaín, mi peso de conciencia por no haber tomado nota de aquellas interesantes anécdotas, sin pensarlo me contestó: “a mí me sucedió igual “. Esa simple respuesta hizo posible que la marca de la nostalgia disminuyera, convirtiéndose en leve malestar, que aún hoy, no se disipa. Entendí entonces, que si a una pluma culta y excelente de la descendencia árabe-colombiana, se le escapó la ocasión de contar la vida de su padre, mi tío Juan, y en lugar de ello, tiempo después escribe una historia de la familia en su libro “La balada de María Abdala”; también comprendí que un enano de la pluma, como soy yo, para lograr una grata crónica, hubiera tenido que buscar un historiador, que ayudara a resaltar las andanzas de Wadih Harbid Zaleth, como se llamaba en su tierra natal, El Líbano.

Ya en Colombia, por esas cosas extrañas de la vida y por razones históricas del idioma árabe en su pasaporte, pasó a llamarse por el resto de su existencia: Wadih Manzur Zaleth. ¿Qué realmente sucedió? Una de las versiones es que al llegar a Inmigración, no entendían lo ahí escrito y le asignaron por apellido el nombre de un primo que ya se encontraba radicado en el país, acción muchas veces repetida entre los primeros inmigrantes con ese tipo de pasaporte, cuyo escrito para los funcionarios de aduana, no era mas que un galimatías, lo mismo ocurrió con mi abuelo materno, hoy en Colombia, sus descendientes somos Manzur Abdala, nuestra familia en el Líbano: Harbid Gossaín.

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Ese no era mi sueño, mi verdadero sueño, era escribir lo que el “Turco Wadih”, como cariñosamente le llamaban — por cierto, a él no le gustaba — porque ese no era su origen. No le agradaba Turquía, pues los turcos, en tiempos pasados habían invadido su país de origen, dejando una estela de sangre, dolor y muerte en esa tierra bañada por el mar Mediterráneo, de original belleza natural, denominada posteriormente como la Suiza del Medio Oriente. Más pequeño que el departamento de Córdoba, ese hermoso Líbano, nos contaba, es el cordón umbilical entre Europa y Asia. No tengo idea cuantas veces trajo a colación aquellos vivos recuerdos extraídos de su prodigiosa memoria, desde desde su nacimiento en el pequeño pueblo de Ramblille, cuando se encendían las luces del siglo XX, hasta su partida desde el puerto de Balbek, en la ciudad del mismo nombre, lugar según él y muchos historiadores, donde había vivido Adán, la cuál describía de forma romántica como un gran oasis reverdecido por un bosque de gigantescos Cedros, el árbol símbolo del Líbano. Llega a Barranquila y sigue su ruta por mar y ríos, hasta llegar al puerto de Lorica, donde habitaban sus parientes cercanos, así, en su nueva tierra, entra a formar parte de los fuertes vínculos históricos que unen a través de la pasión, el trabajo y el amor, dos muy lejanas regiones: el universo Árabe y una fracción de América, ¡Colombia!, su segunda patria, la patria que amó, nuestra patria.

Con escasos 18 años, joven emprendedor, incansable, con fuego en sus ojos de tigre y carácter recio — más bien fuerte — sin conocer una sola sílaba del idioma español, sin mucha educación escolar, mi papá, con la esperanza de compartir aventuras en un nuevo mundo y con el deseo de construir sueños y oportunidades, termina un largo viaje, en un barco cuya travesía demoró meses; con escaso equipaje, posa sus píes en una tierra donde todo estaba por hacer, al río Sinú y sus peces de plata.

Atrás, dejaba su larga familia, el desempleo, la langosta que había asolado los campos libaneses y
una huella de ruina y hambre. La depresión de la post-guerra contribuyó para que tomara aquella aventurera decisión, atravesando múltiples fronteras, hasta llegar a la tierra de esperanza, tierra prometida para un joven soltero, que levantaba el alma esperando encontrar oportunidades de trabajo, hacer fortuna, enamorarse y tener una numerosa familia. Ese inquieto aventurero en algún momento, después de su llegada a Córdoba, con sus rodillas en el suelo, algunos días clamaba a Dios, ante las dificultades que estaba viviendo, que bajara maná de los cielos para calmar el hambre que apretaba su estomago…

PRIMERA PARTE.

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Agosto de 2021.

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