Opinión

El inolvidable día en que fuimos taxistas

Por Julio Manzur Abdala¡No voy a mentir, lo disfrutamos! Ahora escribo esta historia con una sonrisa de picardía y nostalgia, de un tiempo preterito adornado con esfuerzo compartido.

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Ni William Assis ni yo, nos habíamos graduado de bachiller, cuando  planeamos y calculamos paso a paso con el pensamiento ingenuo, aquella interesante odisea de convertir un día de nuestras vacaciones en la honrada y difícil profesión de taxistas. Vale de paso elogiar tan digna profesión, con las sentaderas en un carro o aún mas duro, en el sillín de una moto.
Mi padre Wadih Manzur Zaleth, había comprado hacía un par de años, por $24.800, un carro campero Toyota extra largo, al  cuál él llamaba ” El Tatán (por Titán) de la montaña” que  reemplazaba al viejo Willis cabeza bajita, llamados comúnmente en ese entonces, “Los Pichirilos”.
Para entonces yo era un experto chofer, que aprendió a manejar desde muy niño, gracias a mi recordado amigo “El Pateguama”, en tractores y en los viejos camiones que mi padre tenía para transporte de los recolectores de algodón y de la cosecha del “oro blanco”.
LA ESTRATEGIA
El plan se iniciaba con una mentira a nuestros padres, diciéndoles que aquel sábado 6 de enero, William, pasaría el día en mi casa y yo, dije, que me habían invitado a pasar el día, en la de él, solicitando de paso, permiso para llevarme al Tatán, conmigo. Lo planeado no pudo salir mejor, antes de las seis de la mañana recogí a mi amigo y fuimos a tanquear el carro en la estación El Esfuerzo, donde yo ya firmaba los vales de gasolina. Jamás se nos ocurrió pensar si esa aventura que íbamos a iniciar era o no un acto correcto, o si sobrevendrían consecuencias…
LA MISIÓN
La misión era conseguir, a través de innumerables viajes de ida y regreso a Ciénaga de Oro, el dinero suficiente y necesario para ir a la famosa Caseta “Matecaña”, que con bombos y platillos estaba  siendo promocionada para las 9 de la noche de ese sábado de gloria, como complemento de las fiestas de corralejas en la hermana ciudad. Cada hora, dos viajes de mínimo 10 pasajeros; la misión se inició, con una nueva carga, la de nuestros corazones preñados de ilusiones.
EL DISPARO DE LA PARTIDA 
Así lo imaginamos, un disparo al aire que indicaba el inicio de lo que sería un largo y caluroso día lleno de emociones, William lo hizo con su garganta emocionada: ¡Bang.!
¡Esperábamos que nos fuera bien, pero no tanta excelencia, desde el primer viaje sobrecupo, el milagro se repetiría una y otra vez al llenarse los largos asientos laterales, adelante solo sentábamos mujeres, el verano estaba avanzado y el día pintaba claro y soleado, a nuestro paso las hojas y las motas de algodón a ambos lados de la polvorienta carretera, parecían saludarnos al pasar, ruido de brisa, ventanillas abiertas, historias de pasajeros unas más humanas que otras llenaban la atmósfera, aficionados que irían al ruedo a retar la muerte y hasta una joven hermosa que nos ofreció una ardiente noche de pasión, tentadora oferta, pero nuestro destino y nuestra meta era otra. Al interior del carro los olores variados tocaban extremos, pero eso a nosotros no nos importaba.  En el desayuno fritos, en cambio, al almuerzo, fritos y más fritos con avena o kola Román, nuestra cena fritos…teníamos hambre, pero lo transformamos en hambre de fiesta, de amor, de música y baile, de licor, de atracción, sudor y sexo imaginario, toda una película acercándose a la realidad.
 LA NOCHE
Con los bolsillos mucho más cargados de lo que había soñado nuestra febril mente juvenil, llegó la noche premiada con una luna gigantesca e iluminadora, la felicidad era compartida por haber sembrado nuestra ilusiones en cada kilómetro de la vía, se acercaba la hora de detenernos a recoger los frutos de una extenuante aventura. La sonrisa del destino llegaba por fin a nuestro encuentro a través de la brisa del Sinú: un baño largo y reparador, nuestro mejor traje y salimos a buscar caderas voluptuosas y cinturas que apretar. A las ocho de la noche llegamos a la plaza de la corraleja, donde se iniciaba el fandango, fuimos a matar la impaciencia mientras llegaba la hora de nuestro arribo triunfal a la caseta Matecaña.
LA TRAGEDIA 
Lo que no sospechábamos era que en medio de una escandalosa y feliz multitud, estaban presentes la mentira y el engaño, dos codiciosas damas que nos miraron sin compasión, venían a cobrarnos lo que considerábamos nuestra hazaña y esfuerzo. Desnudas en forma de ruleta, con brazos y piernas sudadas y abiertas. Nos acercamos como quién no quiere la cosa y la cosa queriendo, ambos éramos amantes del sonido de aquella bolita girando que nos atrajo sin siquiera darnos cuenta, pronto empezamos a apostar sin saber que la suerte, compañera fiel durante ese día, ya estaba cansada de darnos la mano, era la gran ausente…y ocurrió lo que se imaginan, nos pelaron, nos quitaron hasta el último centavo, los gloriosos habían desaparecido, los gozosos no se harían presentes, los dolorosos nos llevaban al calvario.
No hubo reclamos, la culpa era asimilada con estoicismo crudo, ahora solo nos quedaba la ilusión de que alguien mayor, amigo de la familia nos invitara a entrar, adoloridos, atormentados, nos parqueamos a la entrada de la caseta, adentro como abrebocas de la fiesta sonaba la Orquesta de Antolín Lenes y se escuchaba la voz de Lucy González, aquella cieguita cantaba el porro, Sonia, luego La Pollera colorá, La Aventurera…pasaban los amigos mayores, nos saludaban y no veían nuestra angustia, no adivinaban nuestra pena, no imaginaban los ocultos deseos de querer entrar y borrar la pena con unos tragos de ron. ¿Llorábamos? No, no lo creo, pero una llama lacerante recorría mi cuerpo, mientras preciosas jóvenes de Ciénaga de Oro y del departamento, llenaban aquel escenario que imaginábamos nuestro. La tristeza crecía y se alargaba.
EL REGRESO 
La ilusión y el encanto que hacía brillar nuestros ojos al llegar, desapareció como por arte de birlibirloque, nuestro sueño feneció en los coqueteos con nuestro vicio y ambición, aquel intento de transformar esfuerzo y trabajo en alegría y placer, se había esfumado, el deseo aunado a la férrea voluntad, dos ingredientes que no admiten el cansancio, sepultado. Abrimos las puertas del “Tatán” de la montaña, nuestro fiel compañero y como perro con el rabo entre las piernas, iniciamos el regreso, en medio de un espeso silencio, aquella distancia tantas veces recorrida se nos hacía infinita, Cereté estaba en el confín de la tierra.
Definitivamente Dios no castiga con látigo ni con piedras y, si ustedes creen que ese era el final de la negra noche, les he de contar que están equivocados: luego de recorrer unos ocho kilómetros por aquella oscura y polvorienta carretera de regreso a seguramente no dormir por conciencia culpable, estalló una llanta delantera y el Toyota zigzagueó peligrosamente, en el “Tatán” no había gato para levantar el carro y nadie se detenía para auxiliarnos, por vez primera en aquella noche oscura, pues la luna, avergonzada, se nos ocultó para no ser cómplice de nuestro infortunio; nos miramos William y yo con la misma hermandad y cariño de siempre, relampaguearon nuestras miradas y explotamos en una larga carcajada que parecía no tener fin, reíamos y reíamos y reíamos…
A eso de las dos de la mañana, un amigo de nuestras familias a quién llamábamos “El Millonario”, Félix de la Rosa, famoso conductor de un Willis cabezón, en el que transportaba a otro amigo, Lesle Mercado, se detuvo y solucionó el problema, el reloj marcaba las 4 de la mañana.
En la puerta de nuestras respectivas casas nuestros padres estaban esperando, rebosaban  angustia y rabia. Todavía  recuerdo el mal momento que fue el ingreso a mi casa, no intenten ustedes imaginar a mi padre un árabe furioso que se sentía engañado y con el merecido respeto vulnerado, por un culicagado, que se sentía todo un adulto.
Tampoco se permitan preguntarme si lo volvería hacer, pues les diría que SÍ, pero soñando con un final feliz y un mundo de donde no desearía haber  salido.
Junio, del 2021.
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